miércoles, 1 de julio de 2020

Parábola del gran banquete.San Antonio de Padua

Extractos del sermón de san Antonio de Padua
DOMINGO II DESPUÉS DE PENTECOSTÉS

1.‑ “En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: “un hombre preparó una gran cena y convidó a mucha gente. A la hora de la cena envió a su siervo que dijera a los invitados: “ ¡Vengan! “ (Lc 14, 16‑17).
He aquí como las palabras del evangelio concuerdan con las de Isaías. Donde el evangelio dice: “Un hombre preparo una gran cena”, Isaías dice: “El Señor ofrecerá un banquete de manjares suculentos”.

(...) He aquí, pues, qué alimentos comeremos en aquella gran cena, de la cual se dice: “Un hombre preparó una gran cena”. Este hombre es Jesucristo, Dios y Hombre, que preparó la gran cena de la penitencia y de la gloria, a la que llamó a muchos, pero muchos desdeñaron participar. Y por esto dice: “Los llamé y ustedes se resistieron; extendí mi mano y nadie prestó atención” (Prov. 1, 24). 

 - (...) En efecto, después del sacrificio de Cristo, el ingreso en el reino celestial está abierto. La abertura del reino fue lograda, gracias a la Pasión de Cristo. A través de esta puerta la iglesia, o sea, todos los justos, después de haber participado en la primera cena y preparándose para la segunda, cantan en el introito de la misa de hoy: “El Señor fue mi protector; me sacó a un lugar espacioso; y me libró de los enemigos, porque me ama” (Salm 17, 19‑20). El Señor, al extender sus brazos en la cruz, se hizo mi protector a través de su pasión; me sacó a un lugar espacioso, a través del envío del Espíritu Santo; me salvó de las acometidas de los enemigos, porque quiso que yo entrara en la cena de la vida eterna. 

 Con esta primera parte del evangelio concuerda la primera parte de la epístola de hoy, en la cual el bienaventurado Juan habla a los comensales de la cena de la vida eterna: “No se extrañen, hermanos, si el mundo los aborrece. Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida, porque amamos a nuestros hermanos” (1 Jn 3, 13‑14). El mundo, o sea, los amantes de este mundo odian a los ciudadanos de la vida eterna. Y no hay de que extrañarse, porque ellos se odian a sí mismos. Y si uno es malvado para sí mismo, ¿cómo puede ser bueno con los demás? (Ecli, 14, 5).

(...)‑ “Y todos, unánimemente, comenzaron a excusarse. 

III El ingreso a la cena de los que el mundo desprecia

“Entonces el dueño de casa, irritado, dijo al siervo: “Sal en seguida por las plazas y calles de la ciudad, y trae aquí a los pobres, a los débiles, a los ciegos y a los cojos” (Lc 14, 2 1). Dado que los tres primeros invitados rehusaron participar en la cena del Señor, el siervo es enviado para que haga entrar a los pobres, a los débiles, a los ciegos y a los cojos. 

 (...) Con esta tercera parte del evangelio, en la cual se habla de los pobres, concuerda la tercera parte de la epístola: “Si alguien vive en la abundancia, y, viendo a su hermano en la necesidad, le cierra su corazón, ¿cómo permanecerá en él el amor de Dios? Hijitos míos, no amemos solamente con la lengua y de palabra, sino con obras y de verdad” (1 Jn 3, 17‑18). Y dice el Señor en Lucas: “Den en limosna lo que sobra; y he ahí que todo para ustedes será puro” (11, 4 1). Comenta la Glosa: “Lo que sobra de lo necesario para el alimento y el vestido, dénselo a los pobres”. 

Quien, pues, tiene riquezas de este mundo, y, después de reservar lo necesario para el alimento y el vestido, ve que su hermano, por el cual Cristo murió, padece necesidad, debe darle lo que le sobra. Y si no lo da y cierra su corazón ante la indigencia de su hermano, yo afirmo que peca mortalmente, porque en él no se halla el amor de Dios. Si hubiera en él este amor, de buena gana daría a su hermano.  
¡Ay de aquellos que tienen la bodega llena de vino y el granero lleno de trigo y que tienen dos o tres pares de vestidos, mientras los pobres de Cristo con el vientre vacío y el cuerpo semidesnudo claman ayuda a su puerta! Y si algo se les da, se trata siempre de poco, y no de las cosas mejores, sino de las peores. 

 Llegará, sí, llegará la hora, cuando también ellos gritarán, estando fuera de la puerta: “¡Señor, Señor, ábrenos¡ “. Y oirán lo que no quisieran oír: “¡En verdad, en verdad, les digo: “No los conozco! ¡vayan, malditos, al fuego eterno!” (Mt 25, 11‑12 y 41). 

 Dice Salomón: “El que cierra su oído, para no escuchar la voz del pobre, cuando gritará él, no será escuchado” (Prov 21, 13). 

 Hermanos queridísimos, roguemos al Señor Jesucristo, que nos llamó con esta predicación, que se digne llamarnos, con la infusión de su gracia, a la cena de la gloria eterna, en la que seremos saciados contemplando cuán suave es el Señor. De esa suavidad nos haga partícipes el Dios uno y trino, bendito, digno de alabanza y glorioso por los siglos eternos. 

Y toda alma fiel, introducida a esta cena, diga: “¡Amén! ¡Aleluya!”.