INTRODUCCIÓN A LA VIDA DEVOTA. FRAGMENTOS DEL CAPÍTULO
XXVIII. DE
LOS JUICIOS TEMERARIOS.
¡Oh! ¡Cuánto
desagradan a Dios los juicios temerarios! Los juicios de los hijos de los
hombres son temerarios, porque ellos no son jueces los unos de los otros, y, al
juzgar, usurpan el oficio de Dios nuestro Señor; son temerarios, porque la
principal malicia del pecado depende de la intención y del designio del
corazón, que, para nosotros, es el secreto de las tinieblas; son temerarios,
porque cada uno tiene harto trabajo en juzgarse a sí mismo, sin que necesite
ocuparse en juzgar al prójimo.
Para no ser juzgados, es menester también no juzgar a los demás, y que nos juzguemos a nosotros mismos; porque, si Nuestro Señor nos prohíbe una de estas cosas, el Apóstol afirma la otra, diciendo: «Si nos juzgásemos a nosotros mismos, no seríamos juzgados». Mas, ¡ay!, que hacemos todo lo contrario; porque no cesamos de hacer lo que nos está prohibido, juzgando al prójimo a diestro y siniestro, y nunca hacemos lo que nos está mandado, que es juzgarnos a nosotros mismos.
Según
sean las causas de los juicios temerarios, han de ser los remedios. Hay
corazones agrios, amargos y ásperos de natural, que agrían y amargan todo lo
que reciben, y, como dice el profeta, «convierten el juicio en ajenjos», no
juzgando jamás al prójimo si no es con todo rigor y dureza; éstos tienen
mucha necesidad de caer en las manos de un buen médico espiritual, pues esta
amargura de corazón es muy difícil de vencer, por lo mismo que es algo
contranatural; y, aunque esta amargura no sea pecado, sino solamente una
imperfección; es, no obstante, peligrosa, porque hace que entre y reine en el
alma el juicio temerario y la maledicencia.
Algunos hay que juzgan
temerariamente, no por amargura sino por orgullo, y les parece que, a medida que
rebajan el honor de los demás, encumbran el propio; espíritus arrogantes y
presuntuosos, se admiran a sí mismos y suben tan alto en su propia estima, que
todo lo demás les parece pequeño y bajo: «Yo no soy como los demás
hombres», decía aquel necio fariseo.
(...) bebed cuanto podáis el vino sagrado de la caridad; él os liberará de
estos malos humores, que os hacen hacer estos juicios torcidos.
Tan lejos está la caridad de ir en busca del mal, que teme encontrarlo, y cuando lo encuentra, vuelve el rostro hacia otra parte y lo disimula, y cierra los ojos para no verlo, al primer rumor que percibe, y después, con una santa simplicidad, cree que no era el mal, sino alguna sombra o fantasma del mal; porque, si, por fuerza, se ve obligada a reconocer que es el mismo mal se aleja al instante, y procura olvidarse aún de su figura.
Tan lejos está la caridad de ir en busca del mal, que teme encontrarlo, y cuando lo encuentra, vuelve el rostro hacia otra parte y lo disimula, y cierra los ojos para no verlo, al primer rumor que percibe, y después, con una santa simplicidad, cree que no era el mal, sino alguna sombra o fantasma del mal; porque, si, por fuerza, se ve obligada a reconocer que es el mismo mal se aleja al instante, y procura olvidarse aún de su figura.